GALERÍA GURRIARÁN

La emoción de sentir

¿Pero dónde está el cuadro?

Exclamación de Théophile Gautier

a propósito de Las Meninas

 

Hacer visible lo invisible

Paul Klee

 

Muchas veces la obra de un artista es un espejo de su modo de ser, de trabajar. Reflejo representado en su temática e incluso en la forma en la que es expresada, ofreciéndonos luego la obra acabada. Conocer a Juan Carlos Lázaro, observar su mirada, escuchar su voz pausada, oír su comentario acerca de un pintor que admira, o simplemente detenernos en su modesto estudio donde reposan cuadros y libros en anaqueles, en orden impoluto, es una manera sencilla de conocer a la persona y entender un trabajo cuyas cualidades plásticas no nos dejan indiferente, dejándonos una impresión de difícil olvido.

Desde hace varias décadas el bodegón y el paisaje constituyen los géneros temáticos preferentes en su quehacer. Géneros tradicionales que son solo excusa para interpretar y transmitir una manera de concebir y un modo de aprehender enseres sencillos y cercanos     —cuencos, tazas, floreros, platos, tarros, junto a limones, granadas, manzanas, etc.— pintados fuera de todo simbolismo trascendente y mostrados como testigos de una vida quieta, inanimada... naturalezas silenciosas. Objetos en ocasiones ingrávidos en un espacio iridiscente, ubicados en una atmósfera velada y sin embargo luminosa y brillante que convierte al cuadro en auténticas ventanas de luz. No existen contrastes, solo un cauce donde la vista transita atraída por una belleza silente, evocadora, que suscita en nosotros la emoción de ver y no solo de mirar. La obra de Juan Carlos Lázaro solicita una percepción lenta, atenta y curiosa ante esos recipientes que gusta de acompañar con frutos en un grácil juego de volúmenes, donde la luz es protagonista. Las superficies se cubren de trazos casi imperceptibles, de pinceladas leves en un espacio diáfano, donde la configuración de formas, tonos, veladuras y colores crean una obra singular que se aparta de lo habitual. Me atrevería a decir que el trabajo del artista frexnense es excepcional en su concepción del género dentro del panorama pictórico español. Cierto es que algunas de sus composiciones están emparentadas con artistas como Juan José Aquerreta, Xavier Valls o Carmen Laffón, por citar tres referentes indiscutibles de la iconografía del bodegón, teniendo en común ese carácter íntimo, atemporal, discreto, de captación de la vida dormida; sin olvidar a Giorgio Morandi, no en su lenguaje, sino en la reiterada dedicación a una temática siempre igual pero distinta.

Notable cualidad de Juan Carlos Lázaro es el juego dual entre la esencialidad de lo pictórico en su reflexiva materialidad y la evocación poética de una figuración sutil, que simultanea lo artificial de una vasija doméstica y lo natural de una fruta. Fusión ajena a la intención primigenia del bodegón de despertar los sentidos, configurando en su lugar una realidad objetual de factura exquisita, difuminada, casi transparente en su claridad deslumbrante. Complemento a esta suerte de díptico temático son sus paisajes, presentes a lo largo de su trayectoria como ejercicio de profundización y búsqueda en un afán de mostrar una visión subjetiva de la realidad natural. Visión escondida y representada a modo de rememoración tal vez de una experiencia, o como metáfora materializada a modo de paisaje. Vistas dibujadas en forma de panorámica que se reducen a dos franjas cromáticas horizontales, elaboradas en gradaciones tonales y gamas de color en supremas matizaciones de carácter abstracto. Otras veces el paisaje se hace más explícito, con pequeños árboles apenas sugeridos por minúsculas manchas perdidas en la lejanía de la composición. Así mismo el paisaje, esta vez pintado, cobra un significado más trascendente con la presencia de camposantos, largos muros blancos en la mitad de la nada, que dotan al paisaje de un especial simbolismo alusivo a la ausencia, a lo perecedero, a la soledad, a la incertidumbre...  Todo expresado en una coherencia estilística que define y distingue al autor. Es interesante reparar en el hecho de que la mayoría de sus cuadros no tienen titulación, gesto liberador del condicionante dialéctico entre lo que se ve y lo representado. Un modo de indicar al contemplador que es su mirada la que hace al cuadro. Pero también, esta obra que he definido silente habla a los ojos y al pensamiento. Solo hace falta escrutar, pues es una obra lenitiva para el espíritu. Consideración con la que estaría conforme Cristino de Vera, amigo y trabajador "desde la luz", como Juan Carlos Lázaro.

 

Fernando Martín Martín